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Enrique Gil y CarrascoEnrique Gil y Carrasco nació en Villafranca del Bierzo, el 15 de julio de 1815. Su padre era el administrador de las fincas de la Marquesa de Villafranca. Cuando era pequeño, la familia se trasladó a Ponferrada, donde estudió en el Colegio de los Padres Agustinos. Entre 1829 y 1831 estudió en el Seminario de Astorga, para pasar después a la Universidad de Valladolid. En 1836 se trasladó a Madrid, donde frecuentó las reuniones de “El Parnasillo”y conoció a los escritores del momento, entre ellos Espronceda quien le ayudó a darse a conocer. En 1838 inició su colaboración en El Correo Nacional y ese mismo año, uno de sus poemas, La niebla, fue seleccionado para el álbum de sus composiciones poéticas que El Liceo regalaba a doña María Cristina de Borbón. En 1839 su estado de salud empeoró y volvió a Ponferrada a pasar una temporada con la familia, y allí escribió su primera novela.

De regreso a Madrid obtuvo un puesto en la Biblioteca Nacional y fundó con su amigo Miguel de los Santos Alvarez la revista El Pensamiento. Tras la muerte de Espronceda en 1842 escribió la novela que le dio fama: El señor de Bembibre, considerada la novela histórica española más importante de la época romántica. La obra trata sobre la disolución de los templarios en España. En 1844 se trasladó a Berlín para desempeñar su cargo de representante de España en Prusia. Falleció el 22 de febrero de 1846, a los treinta y un años de edad.

Sus obras El lago de Carucedo (1840) y El señor de Bembibre (1844) están ambientadas en su tierra natal. En ellas se hace eco de los paisajes de la zona y de las leyendas que circulaban por la misma.

Diversos fragmentos de El señor de Bembibre

Estaba poniéndose el sol detrás de las montañas que parten términos entre el Bierzo y Galicia, y las revestía de una especie de aureola luminosa que contrastaba peregrinamente con sus puntos oscuros. Algunas nubes de formas caprichosas y mudables sembradas acá y acullá por un cielo hermoso y purísimo, se teñían de diversos colores según las herían los rayos del sol. En los sotos y huertas de la casa estaban floridos todos los rosales y la mayor parte de los frutales, y el viento que los movía mansamente venía como embriagado de perfumes. Una porción de ruiseñores y jilguerillos cantaban melodiosamente, y era difícil imaginar una tarde más deliciosa.

Todavía se conserva esta hermosa fortaleza, aunque en el día sólo sea ya el cadáver de su grandeza antigua. Su estructura tiene poco de regular porque a un fuerte antiguo de formas macizas y pesadas se añadió por los templarios un cuerpo de fortificaciones más moderno, en que la solidez y la gallardía corrían parejas, con lo cual quedó privada de armonía, pero su conjunto todavía ofrece una masa atrevida y pintoresca. Está situado sobre un hermoso altozano desde el cual se registra todo el Bierzo bajo, con la infinita variedad de sus accidentes, y, el Sil que corre a sus pies para juntarse con el Boeza un poco más abajo, parece rendirle homenaje. Ahora ya no queda más del poderío de los templarios, que algunos versículos sagrados inscritos en lápidas, tal cual símbolo de sus ritos y ceremonias y la cruz famosa, terror de los infieles; sembrado todo aquí y acullá en aquellas fortísimas murallas; pero en la época de que hablamos era este castillo una buena muestra del poder de sus poseedores.

Así pues, un día de los inmediatos al suceso que acabamos de contar, salió de la encomienda de Ponferrada con el séquito acostumbrado y se encaminó a Arganza.

Sólo al llegar al puente sobre el Sil, que por las muchas barras de hierro que tenía dio a la villa el nombre de Ponsferrata con que en las antiguas escrituras se la distingue, le advirtió severamente que en adelante no sólo hablase con más comedimiento, sino que pensase mejor de una orden con quien tenía asentadas alianza y amistad y no acogiese las hablillas de un vulgo necio y malicioso.

Don Rodrigo caminaba, pues, combatido de mil opuestos sentimientos, silencioso y recogido; sin hacer caso, ora por esto, ora por la poca novedad que a sus ojos tenía, del risueño paisaje que se desplegaba alrededor a los primeros rayos del sol de mayo. A su espalda quedaba la fortaleza de Ponferrada; por la derecha se extendía la dehesa de Fuentes Nuevas con sus hermosos collados plantados de viñas que se empinaban por detrás de sus robles; por la izquierda corría el río entre los sotos, pueblos y praderas que esmaltan su bendecida orilla y adornan la falda de las sierras de la Aguiana, y al frente descollaba por entre castaños y, nogales casi cubierta con sus copas y en vergel perpetuo de verdura, la majestuosa mole del monasterio El señor de Bembibre fundado, a la margen del Cúa, por don Bernardo el Gotoso y reedificado y ensanchado por la piedad de don Alonso el emperador, y de su hermana doña Sancha. Cantaban los pájaros alegremente, y el aire fresco de la mañana venía cargado de aromas con las muchas flores silvestres que se abrían para recibir las primeras miradas del padre del día.

¡Delicioso espectáculo, en que un alma descargada de pesares no hubiese dejado de hallar goces secretos y vivos!


Doña Beatriz, enternecida, le entregó la carta, y casi no tuvo tiempo para darle las gracias, porque Mendo y Martina se le incorporaron en aquel punto. Así, pues, continuaron en silencio su camino por las orillas del Cúa, en las cuales estaba situado el convento de monjas de San Bernardo, hermano en su fundación del de Carracedo y en el cual habían sido religiosas dos princesas de sangre real. El convento ha esaparecido, pero el pueblo de Villabuena, junto al cual estaba, todavía subsiste y ocupa una alegre y risueña situación al pie de unas colinas plantadas de viñedo. Rodéanlo praderas y huertas llenas las más de higueras y toda clase de frutales y las otras cercadas de frescos chopos y álamos blancos. El río le proporciona riego abundante y fertiliza aquella tierra en que la naturaleza parece haber derramado una de sus más dulces sonrisas. Al cabo de un viaje de hora y media, se apeó la cabalgata delante del monasterio, a cuya portería salió la abadesa, acompañada de la mayor parte de la comunidad, a recibir a su sobrina.

En esto ya volvía él con la yegua aderezada y sacándola por la puerta trasera de la huerta para meter menos ruido, montó en ella poniendo a Martina delante, y después de decir a su mujer que antes de amanecer estarían va de vuelta, se alejaron a paso acelerado. Era la torda animal muy valiente; y así es que, a pesar de la carga, tardaron poco en verse en la fértil ribera de embibre, bañada entonces por los rayos melancólicos de la luna que rielaba en las aguas del Boeza, y en los muchos arroyos que, como otras tantas venas suyas, derraman la fertilidad y alegría por el llano. Como la noche estaba ya adelantada, por no despertar a la ya recogida gente del pueblo, torcieron a la izquierda y por las afueras se encaminaron al castillo, sito en una pequeña eminencia y cuyos destruidos paredones y murallas tienen todavía una apariencia pintoresca en medio del fresco paisaje que enseñorean. A la sazón, todo parecía en él muerto y silencioso; pero los pasos del centinela en la plataforma del puente levadizo, una luz que alumbraba un aposento de la torre de en medio y esmaltaba sus vidrieras de colores y una sombra que de cuando en cuando se pintaba en ellos, daban a entender que el sueño no había cerrado los ojos de todos. Aquella luz era la del aposento de don Álvaro, y su sombra la que aparecía de cuando en cuando en la vidriera. El pobre caballero hacía días que apenas podía conciliar el sueño a menos de haberse entregado a violentas fatigas en la caza.

Don Álvaro salió de su castillo muy poco después de Martina, y encaminándose a Ponferrada subió el monte de Arenas, torció a la izquierda, cruzó el Boeza y sin entrar en la bailía tomó la vuelta de Cornatel. Caminaba orillas del Sil, ya entonces junto con el Boeza, y con la pura luz del alba, e iba cruzando aquellos pueblos y valles que el viajero no se cansa de mirar, y que a semejante hora estaban poblados con los cantares de infinitas aves. Ora atravesaba un soto de castaños y nogales, ora un linar cuyas azuladas flores semejaban la superficie de una laguna, ora praderas fresquísimas y de un verde delicioso, y de cuando en cuando solía encontrar un trozo de camino cubierto a manera de dosel con un rústico emparrado. Por la izquierda subían, en un declive manso a veces y a veces rápido, las montañas que forman la cordillera de la Aquiana con sus faldas cubiertas de viñedo, y por la derecha se dilataban hasta el río huertas y alamedas de gran frondosidad. Cruzaban los aires bandadas de palomas torcaces con vuelo veloz y sereno al mismo tiempo; las pomposas oropéndolas y los vistosos gayos revoloteaban entre los árboles, y pintados jilgueros y desvergonzados gorriones se columpiaban en las zarzas de los setos. Los ganados salían con sus cencerros, y un pastor jovencillo iba tocando en una flauta de corteza de castaño una tonada apacible y suave. Si don Álvaro llevase el ánimo desembarazado de las angustias y sinsabores que de algún tiempo atrás acibaraban sus horas, hubiera admirado sin duda aquel paisaje que tantas veces había cautivado