Cuando el peregrino de Santiago
llega a León se desconcierta un poco. Después de la calma, la quietud,
y el silencio de tantas pisadas por montes de Burgos y llanos de
tierracampos, el camino es engullido de golpe por una ciudad moderna de
altos edificios, avenidas preñadas de coches, y ruidos infernales. A
duras penas llega al centro histórico siguiendo el desdibujado
itinerario jacobino. Y al llegar, nuevo desconcierto. La Basílica de
san Isidoro, destacadísima joya del Románico, plagada de monumentos
mortuorios, objetos de oro, piedras preciosas, exquisiteces artísticas,
pinturas asombrosas, y turistas contemplándolas con gran displicencia.
La Catedral, lo mejor del gótico en España, luce muy aseada. Causa
admiración e incluso cierta sensación mística a quien observa con mente
y corazón abiertos sus vidrieras, pero está lejos de ser el centro
espiritual del reino, para lo que fue tan trabajosamente construida.
Pero el Peregrino no está en modo alguno por el saber, la
teología o la Institución eclesial. El peregrino está por y para
sentir. El peregrino busca sensaciones, experiencia vital sobre su
vida, su camino, sus necesidades, sus pasiones, sus creencias. Busca
alimentar su anhelo de trascendencia, su hambre espiritual, -aún sin
saberlo-, busca saborear y no el saber.
La patrona de León es la Virgen del Camino, cuyo sencillo templo y romería se encuentra a pocos kilómetros de la capital, saliendo hacia el camino de Santiago. Todo un acierto y signo de que en la religión el sentimiento siempre perdura y es más relevante que todo el poder, las riquezas materiales, o la sabiduría humana. |